Oda a las cosas


Amo las cosas loca, 

locamente.

Me gustan las tenazas, 

las tijeras, 

adoro

las tazas,

las argollas, 

las soperas,

sin hablar, por supuesto, 

del sombrero.



Amo

todas las cosas,

no sólo
las supremas,

sino

las 

infinita- 

mente

chicas, 

el dedal, 

las espuelas,

los platos,

los floreros.



Ay, alma mía,

hermoso

es el planeta, 

lleno

de pipas 

por la mano 

conducidas 

en el humo, 

de llaves, 

de saleros, 

en fin, 

todo

lo que se hizo

por la mano del hombre, toda cosa:

las curvas del zapato,

el tejido, 

el nuevo nacimiento

del oro

sin la sangre,

los anteojos,

los clavos,

las escobas,

los relojes, las brújulas,

las monedas, la suave

suavidad de las sillas.



Ay cuántas

cosas

puras

ha construido

el hombre:

de lana, 

de madera, 

de cristal, 

de cordeles, 

mesas 

maravillosas, 

navíos, escaleras.



Amo

todas 

las cosas,

no porque sean

ardientes

o fragantes, 

sino porque 

no sé, 

porque

este océano es el tuyo,

es el mío:

los botones,

las ruedas,

los pequeños 

tesoros 

olvidados,

los abanicos en 

cuyos plumajes 

desvaneció el amor

sus azahares,

las copas, los cuchillos, 

las tijeras, 

todo tiene

en el mango, en el contorno, 

la huella

de unos dedos, 

de una remota mano

perdida

en lo más olvidado del olvido.



Yo voy por casas, 

calles,

ascensores, 

tocando cosas, 

divisando objetos 

que en secreto ambiciono:

uno porque repica,

otro porque 

es tan suave

como la suavidad de una cadera,

otro por su color de agua profunda,

otro por su espesor de terciopelo.



Oh río

irrevocable

de las cosas,

no se dirá

que sólo

amé

los peces, 

o las plantas de selva y de pradera, 

que no sólo

amé

lo que salta,
sube, sobrevive, suspira. 

No es verdad:

muchas cosas 
me lo dijeron todo. 

No sólo me tocaron 

o las tocó mi mano,

sino que acompañaron 

de tal modo 

mi existencia 

que conmigo existieron 

y fueron para mí tan existentes

que vivieron conmigo media vida

y morirán conmigo media muerte.